Sobre la escuela del alma

Juan Vera - Artículo - Sobre la escuela del alma

En el nivel avanzado del Círculo de Lectura y Pensamiento que vengo dirigiendo en los últimos años, terminamos de leer La escuela del alma (2024) del filósofo español Josep María Esquirol. Su lectura ha sido profunda y conmovedora. Tanto, que decidí poner en marcha mis redes para invitarle a una conversación con todos los participantes del círculo. Su respuesta fue inmediata y coherente con sus planteamientos: “Desde luego que sí”.

Nada más publicarse, empecé a leer el libro con muchas expectativas. Sé que no es bueno llegar así a una lectura, pero a veces es inevitable. Llegaba a él después de haber leído las tres publicaciones anteriores del autor, que me habían hecho sentir en la propia casa de mi pensamiento: La resistencia íntima (2015), La penúltima bondad (2018) y Humano más humano (2021). Mi experiencia es que cuando nos sentimos en nuestra propia casa se produce un orden espontáneo, una quietud acogedora.

Ya en la página 9 de La escuela del alma me detuvo el siguiente párrafo: 

La no indiferencia es el cultivo del umbral. La no indiferencia es el cultivo del encuentro. La no indiferencia es el cultivo del origen.  La no indiferencia es el cultivo de la atención. La no indiferencia es el cultivo de la forma. La no indiferencia es el cultivo de la bondad. En resumen, la no indiferencia es el cultivo de la vida espiritual y comunitaria.

Literalmente me detuve para volver a leerla varias veces, como cuando se encuentra una respuesta envuelta en distintas capas de papeles de plata de diferentes colores, como cuando se encuentra un regalo. La lectura desde entonces fue distinta, dejé de leer para saber, para dar paso al leer para pensar. Dejé de leer para buscar, para permitirme leer para encontrar y encontrarme. El libro empezó a ser su propio título.

Y vuelvo al encuentro, a esa sesión de Zoom en la que fuimos simples ventanas en un mosaico de rostros y en la que Josep María –así voy a llamarle, por su nombre de pila como se habla con los seres próximos– nos dijo que quería complementar la escritura con ese algo que hay en la oralidad y que no siempre es capturado: hablar de la comprensión de lo humano, de la situación humana fundamental que se refiere a las cosas más simples, a los gestos y las imágenes.

Una de sus imágenes relatadas en el libro y explicadas en la reunión por Josep María es la de visualizar a los seres humanos como líneas verticales sobre la horizontalidad de la tierra. Líneas verticales que son únicas, diferenciadas, donde nadie está por encima de nadie, pero a la vez nadie se sostiene solo. Requiere de la relación con los otros para sostener su propia individualidad. Me vino a la mente Paulo Freire y su reconocida frase: “Nadie se salva solo. Nadie salva a nadie. Nos salvamos en comunidad”.

Me quedé con una mirada que me seguirá haciendo pensar y eso es lo que más agradezco. Esa dosis de incentivo para no quedarme conforme con mis conclusiones. En muchos de mis talleres recurro a las reflexiones de Blaise Pascal y su idea de que nuestras conclusiones solo reflejan el cansancio de nuestra mente. Y eso viene a cuento del planteamiento de Josep María de no dar prioridad al Todo, de poner el acento en que cada ser humano tiene valor en sí mismo. “Es un inicio. No se sumerge en el Todo”. 

De haber estado tomando un café a solas con él, hubiese querido distinguir entre el Todo y la Masa. Queda abierto este punto. Formamos parte de un Todo desde el pleno valor de nuestra individualidad. Necesitamos comunidad para vivir. En sus palabras somos verticalidades que no se sostienen solas, pero que son esa línea continua que empieza y termina en sí misma, requiriendo un equilibrio entre el adentro y el afuera, entre el yo y los otros, que requiere de la aparición del Nosotros.

José María citó al filósofo Martin Buber. Busco en mis anaqueles Yo y Tú (1993) y repaso mis subrayados:

Quien dice Tú no tiene algo por objeto.

Pues donde hay algo, hay otro algo, cada Ello limita con otro Ello, el Ello lo es porque limita con otro. Pero donde se dice Tú no se habla de alguna cosa. El Tú no pone confines.

Quien dice Tú no tiene algo sino nada. Pero se sitúa en la relación.

La relación es el “Y”. El Y sostiene la verticalidad individual. La relación no es el Todo, tiene también valor en sí misma. Ciertamente, va formando el Todo, pero a través de la maravilla de la interdependencia. Eso es lo que escucho de Josep María, cuando dice que la fuerza está en la Y y por ello no podernos sostenernos solos y por eso es un regalo. Una gracia, dicho en sus palabras.

 
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Un día los pupitres florecerán

La escuela del alma es aquella que educa en la interdependencia, en la fraternidad, en el cultivo de lo más humano de lo humano: la solidaridad, la colaboración, el compañerismo, el amor. Es decir, en lo contrario a la indiferencia, en evitar la aparición de un ego que anula la fraternidad basal de nuestra especie.

Enseñar es entonces señalar ese camino, aproximar a ese camino. El Maestro es aquel que aproxima a esa humanidad. No es el que trae su saber, sino el que aproxima para que el discípulo lo encuentre. En mis notas el verbo Aproximar está puesto con mayúsculas. Y puedo ver al Maestro, diciendo: “Mira allí, aproxímate, siente si te produce la vibración que me produce a mí. Siente”.

Por un momento puedo ver lo lejos que están los sistemas de formación que tenemos hoy. Puedo sentir la lejanía cuando lo que requerimos es cercanía, calidez y no frialdad, sentimientos y no datos. Necesitamos escuelas de aproximadores y no de discursos sobre supuestas verdades que en su raíz anulan el pensamiento.

La escuela del alma habla de horizontes, porque el problema no es que difiramos en el camino escogido, sino que no haya sentido del horizonte, que no haya horizontes.

El encuentro terminó con las preguntas de Guillermo, de María Rita y de Irene. Terminó con la certeza de que existen experiencias esperanzadoras en distintas partes, aunque no sean la consecuencia de un plan o de un programa, sino la realidad de maestros capaces de crear espacios en los que se señala, se aproxima y se producen auténticos encuentros de florecimiento de lo humano.

Escribo en mi cuaderno negro: “Recuperar la mística, regresar al origen”.

Y al revivirlo me veo subiendo las escaleras del Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid un día del año 1966. A mi alrededor mis compañeros: Gabriel, Alfredo, Carlos, Jesús, José Miguel, Julio, Ignacio, Ángel, Alfonso, José Ángel, Joaquín, Juan Manuel, Adolfo, Pepe, Ramón, Salvador, Manolo. Desde una puerta cercana se asoma Ernesto. La escena es en cámara lenta. Desde los altavoces del patio suena la romanza de El pescador de perlas. Volvemos del recreo al aula en la que nos espera Lucila González Pazos, la profesora de Filosofía del 6º curso del bachillerato. De alguna forma siento que Lucila me espera con ojos muy brillantes, tal vez esté vibrando para señalarme el camino que lleva el nombre de mi vida. Y hoy ya sé que esa señal, que ese camino ha sido y es importante, porque mantiene el sentido de mi vida.

Y termino estas líneas recordando las primeras palabras de Josep María: “No siempre estamos a la altura de lo que escribimos”. Sonrío para decirle: “Tú si estuviste, Josep María”. Tú si estuviste.

 
 

Juan Vera

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