El derecho a pensar
Me gustaría ver la película de mi vida y regresar a la primera vez que dije: “yo estoy pensando”. No respondía a nada, no trataba de que me dijeran algo. El niño que fui estaba pensando, estaba consigo mismo abriéndose al mundo interior para elegir, para comprender, para establecer un algo que seguramente le produjo una sensación de independencia o tal vez le trajo esa palabra que tantas veces escuchaba en su casa y que tenía sentidos distintos según quien la pronunciara: libertad.
La libertad era algo ansiado, pero en ocasiones parecía que la economía podía dárnosla o, en otras, ser la forma de encadenarnos. En ocasiones parecía que la igualdad era la forma de ser más libres y en otras la manera de convertirnos en una masa indiferenciada que nos convirtiera en sumisos borregos. En cualquier caso siempre había un factor externo, un poder por encima del pensamiento. Pensar era un acto solitario, casi íntimo de dos mundos superpuestos.
Fue el acercamiento a la filosofía el que me llevó de adolescente a comprender que la libertad era una decisión interior. La posibilidad de permitirnos una amplitud de pensamiento, de no dejarlo encerrado dentro de un estrecho marco. Es bueno tener conclusiones, tomar posiciones, pero no lo es convertirlas en una cómoda prisión que dé por terminada la búsqueda. Todo ello suponía dejar de lado el determinismo de Spinoza y acercarse a la inteligencia en acción de Blas Pascal. Ese paso fue un alivio.
Las conclusiones solo reflejan el cansancio de nuestro pensamiento
Somos nosotros quienes nos encerramos dando poder a un conjunto de códigos y reglas que nos parecieron elegibles en un momento dado, dando por concluido el camino. La posibilidad de profundizar el autoconocimiento y la comprensión de los contextos suponía entonces un avance de la libertad a partir de poder seguir pensando, interpelando las conclusiones anteriores, porque parafraseando a Pascal, las conclusiones sólo revelan el cansancio de nuestro pensamiento. Es decir, deberíamos considerarlas como una escala en el trayecto, como un banco en medio de la selva, pero no dar por concluido el viaje.
Pensar se convirtió en un viaje de la vida que solo termina cuando la muerte nos alcanza o tomamos la decisión de solo sobrevivir.
El derecho a pensar libremente contradiciendo incluso las propias ideas constituyó otra dosis de alivio. El derecho a cambiar de opinión y llevarnos la contraria sin el corsé de una identidad considerada como una fotografía estática. Finalmente, es mejor que las fotos sean estéticas que estáticas.
La teoría del observador vino entonces a decirnos que nuestros puntos de vista pudieran ir cambiando según el observador dinámico que estábamos siendo, al dejar sólo en el plano de la teoría la existencia de un observador ideal, algo así como el relato de un narrador omnisciente. No existe ese narrador y reconocerlo supuso la posibilidad de darle alas al pensamiento y a la libertad interior. La acción también genera ser.
Desde entonces me he preguntado a mí mismo y he preguntado a otros: ¿Cuánta libertad de pensamiento tenemos?, ¿cuánta disposición a considerar el pensar como un ejercicio personal de libertad? El pensamiento como búsqueda, como descubrimiento, como disposición a acercarnos a las fronteras y a lo desconocido.
Se trata de elegir la profunda curiosidad por encima de la racionalidad demostrativa, aquella que nos lleva a argumentar en defensa de lo que creemos saber, de lo que aceptamos como verdad dentro de un único universo. Porque cuando no elegimos la curiosidad nos reducimos al espacio de lo conocido. No hay aventura. Tal vez tampoco belleza. Y entonces se nos fue la belleza del pensar.
Describo así un proceso personal igual a otros muchos de librepensadores que propugnamos el derecho a pensar libremente y la preocupación ante todo lo que viene envuelto en la jaula de una realidad incontrovertida, la alerta ante las generosas ayudas que nos dicen: “No te preocupes, Yo me encargo”. Esa forma gentil de hacernos dependientes, de subordinarnos y transferir nuestro poder sin darnos cuenta.
Pensamiento y humanidad en tiempos de inteligencia artificial
Todo iba bien hasta que el 4 julio del 2017 Ramiro Urenda –presidente de BOMA e integrante de 3xi– me invitó a la conferencia del psicólogo polaco Michal Kosinski sobre el riesgo de la inteligencia artificial. Venía precedido por su trabajo en Cambridge Analytica y los experimentos realizados con Facebook. Ese día surgió la duda, que el tiempo viene confirmando, de que estamos estrechamente vigilados, que dejamos huella de todos nuestros movimientos, comportamientos y preferencias, que sin saberlo, nos hemos convertido en el producto.
Konsinski declaró el fin de la intimidad. ¿Qué más cosas llegan a su fin?, ¿cuáles nacen?, ¿cuántas personas, generaciones o profesiones empezarán a ser irrelevantes, como anunció Yuval Noah Harari?
Salí de la conferencia de ese 4 de julio matizando mi propia declaración sobre el derecho a pensar libremente, un derecho que supone que puedo escoger entre distintas opciones creadas por mí o elegibles de un abanico que el mundo en su devenir me ofrece, para reivindicar el derecho simple y mínimo a pensar. Es decir, a que las constituciones de los países puedan garantizar que no seremos hackeados, que no perderemos la capacidad de pensar, dado que si la función hace al órgano y nos dirigimos a un supuesto paraíso en el que todo está previsto y pensado.
Hablo de un escenario donde la capacidad de pensar podría tomarse unas amplias vacaciones hasta desaparecer sustantivamente, de la misma forma que ya no recordamos los números de teléfono de nadie, ni sabemos conducir nuestro auto por las ciudades y las carreteras sin Waze. Tanta sigilosa ayuda nos va dejando sin facultades. De ahí el título de este artículo.
Algo después, en su libro La era del capitalismo de la vigilancia (2019) Shoshana Zuboff documentó exhaustivamente lo que estaba pasando en la relación inteligencia artificial— inteligencia humana y el riesgo de la concentración de ese inconmensurable poder en una élite de naciones y empresas que se apropiaron de lo que ella llama “excedentes conductuales” y están siendo usados deliberadamente y sin nuestro consentimiento.
En las últimas semanas han proliferado diversos artículos advirtiendo que no está lejano que la IA pueda tomar decisiones por si misma. OpenAI y Google, tal vez sin intención, han abierto la puerta para entrenar a los algoritmos en un modelo de mente humana.
Podemos seguir diciendo que detrás de todo está el ser humano y que estamos hablando de tecnologías que pueden usarse para el bien y para el mal y esa es una decisión nuestra, pero como plantea Harari en el prólogo de Nexus (2024): “Nunca recurras a poderes que no puedas controlar”.
Hoy empieza a ser una fantasía que podamos ejercer nuestra voluntad en un mundo que se nos ha ido de las manos. Las lluvias torrenciales de las DANAs son un dramático ejemplo.
“Si la teoría de la mente ya empieza a observarse en ciertos comportamientos de la IA, eso significa que podría llegar a conocer a los humanos mejor que ellos mismos”, responde Kosinski en una entrevista realizada en los primeros días de noviembre de 2024. Entonces, habremos transferido nuestro poder sin percatarnos de que lo estamos haciendo. Porque si nos quedamos sin el pensamiento, podemos quedarnos también sin el sentido.
¿Qué significará entonces ser humano?