Dignidad y confiabilidad son cosas distintas
Vivimos tiempos de lenguajes imprecisos e intenciones confusas. Es un momento de grandes términos: dignidad, identidad, confiabilidad, libertad, diversidad y muchos otros que forman parte de discusiones en las que los juicios del ciudadano actual quedan enredados por su propia incoherencia, por ignorancia o porque quienes acceden al discurso público los enredan, a su vez, consciente o inconscientemente.
Vengo de una discusión en la que, por expresar la desconfianza sobre alguien, se ha considerado que con eso se atentaba a su dignidad. ¿Se es irrespetuoso por desconfiar?, ¿se hace a alguien indigno por tener juicios adversos sobre su identidad?
Entre el derecho a la identidad y el legítimo desacuerdo
Cuando hablamos de dignidad, nos referimos al derecho inalienable que todos tenemos a ser como queremos ser dentro del contexto en el que existimos. No está en duda nuestro derecho a elegir y ser distintos. Este es un principio básico del respeto al concepto de humanidad.
Ahora bien, yo puedo respetar ese derecho, pero eso no quiere decir que confíe o no en esa persona cuando actúa en el espacio social y tengo la oportunidad de observarlo. Es decir, puedo pelear por defender su derecho y, a la vez, no estar de acuerdo con su forma de ejercer su identidad.
Algo parecido a la frase que se atribuye a Voltaire, pero que parece ser que escribió la escritora inglesa Evelyn Beatrice Hall, autora de una biografía sobre el famoso historiador y filósofo francés: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
O planteado de otra forma, dado que la identidad se refiere a cómo es una persona, puedo no estar de acuerdo en cómo esa persona está siendo —y lo planteo dinámicamente como “estar siendo”— porque las personas no tenemos una identidad estática. Porque de la misma forma que cambia nuestro cuerpo, cambia nuestra forma de actuar en el tiempo. Y en un instante determinado, desde mi desacuerdo puedo perder mi confianza y considerar que se están transgrediendo valores, pactos particulares o sociales; que se carece de las competencias concretas requeridas para algo; o que no se está cuidando aquello a lo que doy valor, incluido a mí mismo.
Ese desacuerdo puede afectar la confiabilidad de esa persona ante mí, pero que no confíe en ella no significa que por mi parte transgreda o cancele sus derechos. Simplemente, elegiré mostrarle mi punto de vista contrario, confrontarlo dentro de las reglas del respeto o salir de su espacio. El disenso y la desconfianza tienen sentido y sirven a nuestro vivir convivencial en sociedad, siempre que no hagamos de ello un arma para asegurar nuestra propia identidad.
Desde el sentido más humanista el orden sería buscar el encuentro sabiendo de antemano que no siempre es posible y aceptar que si no lo es el diferendo no puede significar la privación del derecho del otro en el caso de que tuviese el poder para hacerlo.
Balas en la paz
Hablamos de dictaduras y dictadores, hablamos de guerras y terrorismo de forma condenatoria y, a la vez, la acción política que estamos practicando en una buena parte del mundo ejerce otro tipo de dictaduras. Las dictaduras que decretan que la verdad es la mía, que la única interpretación es la mía y que sólo se puede hablar de terrorismo cuando se usan armas materiales en contra nuestra y no cuando asesinamos la imagen de alguien, lo excluimos o le quitamos su derecho a pensar de forma diferente.
Precisamente hace unos días, Camilo Herrera, gerente general del movimiento 3xi, escribía una carta al diario chileno El Mercurio, que tituló: “Las otras balas”, usando la misma metáfora de las supuestas armas pacíficas que entrañan tanta o más violencia.
Es cierto que el lenguaje da para mucho, pero su sentido es el de comunicarnos y no el de incomunicarnos. Es cierto que las palabras pueden tener muchos significados. Por eso, puede ser el momento de revisarlas y decidir si hay que abrir un proceso de resignificación. Especialmente, cuando los contextos muestran signos de desentendimientos profundos y las palabras se vacían de sus contenidos para quedar reducidas a sonidos insignificantes.
Llenar de sentido el poder y la política para la convivencia